En aquellas noches miraba al techo. La luz que entraba por la ventana, le permitía ver con claridad los objetos de su habitación aun siendo las tres de la mañana, no podía dormir, llevaba años intentando volver a tener un ciclo de sueño normal.
Pero las cosas cambiaron cuando entró en
esa carpa. Sus amigos le insistieron en entrar al lugar de la adivina, más como
una broma que algo serio. La mujer era alta y escuálida, arropada con una tela
purpura. Le mostró las cartas y en ellas, sea lo que sea que vio, divisó un
futuro fascinante.
Le dio la pócima sin siquiera cobrarle.
Tómala en las noches y te curará tus penas, sentenció ella y él se sintió
contrariado. Podía ser cualquier cosa…
El frasco se quedó entonces en la mesa de
noche por más de un año. Hasta que un día, a las 5 de la mañana, desesperado ya
por pasar en vela dos días continuos decidió tragarse hasta la última gota del
frasco.
Lo que lo despertó fue el sonido de las
olas rompiendo en la playa. El cielo era morado y el agua gris oscura, se
reflejaba el sol en las aguas y extrañamente se sentía a plenitud viendo aquel
cuerpo de agua.
Pero había algo allí, algo vivo, que lo
llamaba, no entendía como lo sabía, solo… lo llamaba. El hombre se adentró en
las aguas. El frio le incitó a correr en dirección contraria, pero la salvación
estaba en lo profundo, continuó caminando y se perdió en el agua, en busca de
aquello que le daría la plenitud absoluta.
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