La chica se veía indispuesta.
—¿Estás bien? Te vez un poco pálida.
La chica dijo que no me preocupara, que
todo había estado bien aquel día, pero, él pudo observar que no dejaba de
sobarse la mano izquierda, como si le escociera, se la rascaba y se la
apretaba. De vez en cuando hacía una mueca.
—No hay problema si quieres irte a casa…
puedo… podemos llamar a un familiar tuyo o una amiga para que te recoja.
—No quiero asustar a nadie Martín. No es nada,
parece una alergia. Y he esperado mucho tiempo para que el señor ocupado tenga
tiempo de salir conmigo en una cita.
Martín se rascó el cuello, estaba
avergonzado. Se disculpó y trató de no preocuparse más sobre el asunto.
Entraron al restaurante, de ambiente
costoso y luces tenues. Trabajó todo el mes solo para sorprenderla en aquella
cita. Le sirvió un poco de vino, solo un poco, no quería que pensara que la emborracharía.
Hablaron un poco de cosas banales,
mientras los meseros y las ordenes iban de aquí a allá. El sonido de los platos
y la sartén se escapaba desde la cocina, que no distaba mucho de su mesa. La vista
al lago, bañado por la luz de la luna otorgaba a los comensales una
tranquilidad digna del costo del lugar.
La mano.
Se está rascando la mano.
—…¡Era por completo un inútil!... me
controlaba, imagínate que no podía ni salir de la casa, si acaso me podía acercar
a la ventana…
La mujer divagaba entre anécdotas y
traumas. A veces le costaba sacar las palabras, a veces parecía que saldrían lágrimas,
pero las controlaba a la perfección. Martín la alentó a continuar el tema, entendía
que aquellas horribles historias debían salir de su sistema, además de que se sentía
agradecido de ser el receptor de algo tan íntimo.
Pero la mano…
Se rascaba.
Se la apretaba.
La movía incesantemente.
No podía concentrarse en su totalidad, el
pequeño sonido de las uñas contra la piel le estaba irritando. Pasaba algo,
algo que no le gustaba, algo extraño que le provocó un escalofrío.
La chica gritó.
De la mano, roja ya de tanta irritación,
comenzaron a salir ampollas. Ella entró en pánico.
—Me duele, ME DUELE —comenzó a gritar.
Se paró de la mesa, agitando la mano como
si se estuviera quemando. Repetía la misma frase una y otra vez. Tanto Martín como
los comensales se le acercaron para tratar de entender que estaba pasando. No entendían
porque la mujer gritaba y daba vueltas. En un punto, metió la mano a una copa
de vino de una mesa cercana al balcón. Se notó el alivió, pero, pronto, comenzó
a gritar de nuevo.
Martín la agarró. Trató de calmarla
mientras llegaban los paramédicos que con tanta insistencia imploraban los comensales.
—¡Es él Martín! ¡esto lo hizo él! ME
DUELE ME DUELE ME DUELE ME DUELE ¡ME QUIERE MUERTA! ¡ME ESTÁ MATANDO!
La chica se le escapó de los brazos. Todo
su brazo estaba enrojecido y comenzaba a vérsele una mancha rojiza que le crecía
en la cara. Se le cayeron mechones de pelo, y el vestido se descoció en el
hombro izquierdo.
Ella corrió.
Corrió.
Y corrió.
El barandal no pudo sostenerla, dio la
vuelta y solo el chapuzón ahogó los gritos que tanto atormentó a los comensales,
sin embargo, creó otros más agudos y más dispares. Mientras que Martín miraba anonadado
las ondas que se extendían en el agua y en cuya superficie se distorsionaba la
luna.
Que turbio, no me esperaba ese final, supongo que le da personalidad al relato y muestra la esencia de la incertidumbre.
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