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Día 4: el bosque de la agonía

 —No podemos meternos al bosque Juan, sabes que papá se enojaría mucho si se da cuenta —dijo el pequeño Simón.

       Juan entendía muy bien el miedo de simón hacia papá, pero sabía que, en el fondo, su pequeño hermano estaba muriendo de angustia al no encontrar a su gata.

       La gata, que había sido uno de los pocos regalos de su padre alcohólico, no aparecía desde hacía tres días. Le buscaron bajo las camas, detrás de la nevera y peinaron cada centímetro del solar detrás de la casa. Lo único que faltaba era el bosque de enfrente.

       Papá se los tenía prohibido, era común que la gente se perdiera en aquel bosque y si la gente lo hacía, la pobre gata no tenía muchas esperanzas.

       Estaban solos, y Simón la extrañaba como nunca antes. El niño era extremadamente callado y Juan se acostumbró a que los maullidos poblaran la casa, ahora solo escuchaba el silencio o algún que otro sollozo. La situación le estrujaba el corazón.

       —Juan no, que no puedes ir allá —El niño ya estaba enojado.

       —No tienes que acompañarme simón, solo… quédate aquí y si papá regresa dile que salí a dar un paseo —dijo y se fue adentrando entre los árboles.

       Su hermano, estaba iracundo, quiso perseguirlo, pero la atmosfera del bosque y el miedo se lo impidieron, entonces se quedó allí parado, viendo como su hermano se alejaba más y más.

      

       “Algo anda mal” concluyó Juan.

       Ya le dolían los pies, descansó sentándose sobre el tronco de un árbol caído. Se negaba el hecho de que estuviera perdido, pero el pánico comenzaba a dominarlo, intentó tranquilizarse diciéndose que el bosque no era demasiado grande, y alguien sabía dónde se había metido.

       Algo se movió a su izquierda.

       Una rama se rompió a su derecha.

       Y el llantón imperaba.

       Sin embargo, la señal que desató su pánico fue un claro sollozo femenino, que pareció despertar a todo el bosque. De todas partes llegaban los gemidos de dolor. Juan se tapó los oídos, y miró los árboles.

       Aquellos arboles grisáceos estaban retorcidos en nudos de ramas. Ahora se movían, de a poco, como si un viento fantasmal les moviera, pero el viento no podía mover la tierra de aquel modo.

       Pudo ver lo que parecían rostros, manos y pies humanos, retorciéndose en la madera de los árboles. Y todos parecían suplicar por ayuda.

       El niño corrió y corrió, solo para perderse más en las entrañas del bosque, hasta que las copas de los árboles taparon el cielo.

       Entonces, sumido en la desesperación, loco ya por las suplicas y los llantos; encontró, por suerte, a la gata. Estaba acurrucada bajo un gran árbol. El niño no se atrevió a detallarlo, solo fue por ella y esta se alegró de verle.

       Maulló y los arboles gritaron.

       Parecía que la repudiaban.

       -Por favor, vamos a casa—Le suplicó juan.

       Y la gata comenzó a caminar confiada por sobre la tierra maldita, como si supiera el camino de regreso.

 

       Aquella noche. En la cena, simón estaba tremendamente feliz de haber recobrado a su amiga. Juan estaba callado y su padre, de un evidente mal humor. Ninguno de los niños le dijo nada y este ni notó la presencia del animal.

       Solo fue, en la noche, lleno de ira, mientras perseguía a la mujer a la que, eventualmente, terminaría enterrando en esa tierra. Que se dio cuenta que la gata estaba dormida en el lugar donde guardaba la escopeta.

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