—No podemos meternos al bosque Juan, sabes que papá se enojaría mucho si se da cuenta —dijo el pequeño Simón.
Juan entendía muy bien el miedo de simón
hacia papá, pero sabía que, en el fondo, su pequeño hermano estaba muriendo de
angustia al no encontrar a su gata.
La gata, que había sido uno de los pocos
regalos de su padre alcohólico, no aparecía desde hacía tres días. Le buscaron
bajo las camas, detrás de la nevera y peinaron cada centímetro del solar detrás
de la casa. Lo único que faltaba era el bosque de enfrente.
Papá se los tenía prohibido, era común que la gente se perdiera en aquel bosque y si la gente lo hacía, la pobre gata
no tenía muchas esperanzas.
Estaban solos, y Simón la extrañaba como
nunca antes. El niño era extremadamente callado y Juan se acostumbró a que los
maullidos poblaran la casa, ahora solo escuchaba el silencio o algún que otro
sollozo. La situación le estrujaba el corazón.
—Juan no, que no puedes ir allá —El niño
ya estaba enojado.
—No tienes que acompañarme simón, solo… quédate
aquí y si papá regresa dile que salí a dar un paseo —dijo y se fue adentrando
entre los árboles.
Su hermano, estaba iracundo, quiso perseguirlo,
pero la atmosfera del bosque y el miedo se lo impidieron, entonces se quedó
allí parado, viendo como su hermano se alejaba más y más.
“Algo anda mal” concluyó Juan.
Ya le dolían los pies, descansó sentándose
sobre el tronco de un árbol caído. Se negaba el hecho de que estuviera perdido,
pero el pánico comenzaba a dominarlo, intentó tranquilizarse diciéndose que el
bosque no era demasiado grande, y alguien sabía dónde se había metido.
Algo se movió a su izquierda.
Una rama se rompió a su derecha.
Y el llantón imperaba.
Sin embargo, la señal que desató su pánico
fue un claro sollozo femenino, que pareció despertar a todo el bosque. De todas
partes llegaban los gemidos de dolor. Juan se tapó los oídos, y miró los
árboles.
Aquellos arboles grisáceos estaban
retorcidos en nudos de ramas. Ahora se movían, de a poco, como si un viento
fantasmal les moviera, pero el viento no podía mover la tierra de aquel modo.
Pudo ver lo que parecían rostros, manos y
pies humanos, retorciéndose en la madera de los árboles. Y todos parecían
suplicar por ayuda.
El niño corrió y corrió, solo para
perderse más en las entrañas del bosque, hasta que las copas de los árboles
taparon el cielo.
Entonces, sumido en la desesperación,
loco ya por las suplicas y los llantos; encontró, por suerte, a la gata. Estaba
acurrucada bajo un gran árbol. El niño no se atrevió a detallarlo, solo fue por
ella y esta se alegró de verle.
Maulló y los arboles gritaron.
Parecía que la repudiaban.
-Por favor, vamos a casa—Le suplicó juan.
Y la gata comenzó a caminar confiada por
sobre la tierra maldita, como si supiera el camino de regreso.
Aquella noche. En la cena, simón estaba
tremendamente feliz de haber recobrado a su amiga. Juan estaba callado y su
padre, de un evidente mal humor. Ninguno de los niños le dijo nada y este ni
notó la presencia del animal.
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