Estaba frente a él, la calabaza reposaba sobre la mesa con mantel violeta. Al frente, los tres jurados le juzgaban detrás de sus respectivas máscaras, los supremos solo se limitaban a mirarle, mientras que el hechicero enfrentaba su prueba final.
“Concéntrate”
se dijo a sí mismo. Levantó sus manos y recitó los conjuros. Movía los dedos al
tiempo de hablaba.
Uno
de los supremos bostezó de aburrimiento. El hombre se asustó. Le sudaban las
manos y la garganta estaba seca.
Los
tres le miraban.
Le
miraban.
Le
miraban.
Su
mente que quedó en aquel detalle y eso le jugó una mala pasada.
El
hechicero hizo que de la calabaza brotaran ojos que miraban indiscriminadamente
en todas direcciones. Y, aunque no estaba seguro, podía escuchar un leve gemido
de dolor, procedente de la misma.
Se
disculpó. Sin embargo, ya era demasiado tarde.
Su
tarea era convertir la calabaza en una persona, estudió por meses el arte de la
transfiguración y entendía que el examen de los supremos era desmedido. Aun
así, quiso intentarlo para probarse a sí mismo. Y en últimas, había fracasado.
Pero el castigo que le dieron… nunca llegó a pensar que Los Supremos fueran
brujos tan infames.
Unieron
sus manos, y comenzaron los rezos.
La
calabaza sobre la mesa se desintegró dejando tras de sí las ondas sonoras de un
grito de dolor inconfundiblemente humano.
Y
el hechicero se desplomó sobre la mesa, con un sueño intranquilo. Soñó que era
una calabaza y tenía tras de sí a un nuevo aspirante.
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